EL MUNDO DE NEM

Esta historia transcurre en un mundo diferente al nuestro, un mundo tan pequeño que en él no existen el horizonte o la lejanía. 

Sólo una colina se alza entre las sombras. Un hombre anciano cuida de lo único que hay sobre ella, una vieja casa y un almendro retorcido y grueso. Llegó hace mucho tiempo, y ya casi ha olvidado el nombre por el que le llamaban en el mundo en el que nació.

En el cielo no brillan ni las estrellas ni el sol, sólo la luz dorada de un ocaso eterno que parece no terminar. Al pie de la colina, en el límite del mundo, se agolpa una niebla informe, que oculta lo que hay más allá. 


Nem dejó la azada en el suelo y levantó la cabeza. En el denso silencio que pesaba sobre la colina, se escuchó una voz, lejana y débil. El anciano se movió lentamente, apoyado en su bastón, aún sin saber si lo había imaginado. 

De nuevo, oyó la misma llamada apagada de antes. Nem no supo decir si era una voz humana, pues había olvidado cómo sonaba su propia voz, acostumbrado al constante balido de las ovejas y al suave susurro del gran almendro que crecía junto a la casa.

Mientras cruzaba el huerto, un miedo extraño y desconocido lo embargó. El hombre cuyo único y mayor temor era que las ovejas saltasen la cerca y llegasen al huerto, se estremeció sin quererlo. Sólo sentía algo parecido cada vez que miraba al vacío insondable que había más allá de las sombras, en el límite mismo del mundo.

Abrió la puerta trasera del huerto con dificultad, aquella que jamás había utilizado, y que daba a la parte de atrás de la colina. 

Había un niño pequeño en la ladera, hecho un ovillo sobre la hierba. Nem había escuchado su llanto mientras trabaja en el huerto. 

Durante varios minutos, Nem abrió la boca, intentando hablar, pero ningún sonido salió de su interior. El niño seguía sollozando, enroscado sobre sí mismo, y no parecía haber notado la presencia del anciano, que lo miraba sin moverse desde la valla. 

Cuando por fin Nem habló, su voz sonó ronca. Sus palabras, toscas, apenas se escucharon.

El niño, que se llamaba Énar, levantó la cabeza. Parecía muy asustado, y no contestó, por lo que Nem pensó que no había dicho nada con sentido. Las lágrimas brillaban en sus ojos oscuros, y cuando el anciano le hizo señas para que le siguiese, Énar se levantó y le acompañó al interior de la casa, donde había fuego y comida.


No hay días, semanas o meses en un mundo donde el sol no sale cada mañana. El tiempo se mide por el lento crecimiento de las plantas, las barbas de Nem y las ovejas.

El día que llegó, Énar plantó una almendra en lo más alto de la colina. Pero sólo un tallo débil y pequeño asomó en la superficie, aunque el gran almendro tuviese tiempo de florecer varias veces. Énar sí se hizo grande, y se convirtió en el compañero silencioso del anciano, a quien ayudaba en el huerto y en la casa. No necesitaban las palabras para entenderse, un simple gesto o una mirada les bastaba. 

Sin embargo, un mundo entero los separaba. 


El cuenco de Énar cayó al suelo en un estrépito de cerámica rota. Las cebollas, el pan y el queso que el anciano había cortado para él rodaron por el suelo.

Énar, que estaba vuelto hacia la ventana, no se movió. Sus ojos seguían fijos allí donde las sombras se encontraban con la colina, olas oscuras e inquietas en una costa de luz.

Cuando corrió fuera de la casa, junto a su pequeño almendro, Nem no trató de detenerlo. Estaba lleno de un dolor y una añoranza terribles que el anciano aún recordaba, pero que ya no comprendía. Aquellos sentimientos se habían diluido en el interior de su alma, ahogados bajo el peso de toda una vida.


Nem llegó al pequeño mundo entre las sombras mucho tiempo atrás, cuando todavía podía andar erguido y no era más alto que la valla que rodeaba la casa. Los recuerdos que tenía antes y los que vinieron después son poco más que imágenes difusas en su mente, pero ese día prevalece vívido en su memoria, resignándose a desaparecer.

Aquella primera vez, subió la colina muy despacio, desorientado por la extraña luz de aquel crepúsculo que no venía de ninguna parte. En lo más alto había un casa de piedra, muy antigua, y un diminuto árbol que acababa de florecer. Era el gran almendro que ahora dominaba la colina.

El huerto estaba cuidado con esmero, las ovejas balaban tranquilas, y en la casa la mesa estaba puesta. Pero allí no había nadie más que él.

Los primeros días fueron difíciles, encerrado en un mundo desconocido, sin saber cómo había llegado o cómo volver. Nem lloraba mucho, echaba de menos la vida que había perdido. Cada vez que despertaba, descubría con horror que lo único que le quedaba de ella, sus recuerdos, se tornaban más y más tenues. Por eso Nem dejó de dormir, y enfermó. 

En su delirio, se encontró varias veces junto al mar de sombras, pero no se atrevió a ir más allá. Su miedo era demasiado grande, como un animal oscuro al que no podía controlar.

Un día cayó al suelo, y en sus recuerdos vivió en su otro mundo por última vez. Durmió durante mucho tiempo, y cuando despertó, se sintió muy tranquilo. 

Fue al huerto, y recogió los tomates maduros. También regó el pequeño almendro y ordeñó a las ovejas. Por primera vez, comprendió que debía aceptar su nueva vida, lo único que le quedaba. Se había convertido en el joven guardián de ese mundo. 

Él dejó atrás el lugar del que venía, pero Énar no pudo olvidar que aquella pequeña colina perdida no era su hogar. 


Nem nunca tuvo ocasión de despedirse del pequeño Énar. Arrodillado junto a su almendro, aquella fue la última vez que lo vio. 

El día que Énar se marchó para siempre, Nem tuvo un sueño extraño. En él las sombras eran grandes y se extendían hasta la casa, donde caían sobre el pequeño almendro que el niño había plantado y lo arrastraban lejos en la negrura. 

Normalmente, el anciano no daba importancia a sus sueños, poblados de lechugas, almendros y ovejas, pero éste le asustó realmente. Débil y confuso, fue a buscar a su joven compañero, pero Énar no estaba en su lecho y la casa estaba vacía.

Salió al exterior a duras penas, respirando con dificultad por el esfuerzo y sin tiempo para coger su bastón. Como las sombras al pie de la colina, las dudas se agitaban en su interior. 


Encorvado en el límite del mundo, Nem buscó a Énar entre el mar oscuro. A veces se veían formas extrañas bajo la niebla negra y densa. En una ocasión, el anciano creyó reconocer la silueta de Énar a lo lejos, perdida en la espesura. 

Débil, casi desvanecido, se abrió paso entre las sombras, que se apartaban asustadas. Sin saber dónde buscar, ciego y perdido, deambuló sin rumbo en la negrura, dejando la colina cada vez más atrás. 

Nunca supo cuánto tiempo pasó allí abajo, ni cuánto avanzó, pero se detuvo cuando el camino terminó bajo sus pies. Algo más adelante, las sombras se tornaban más oscuras, profundas y remotas. Frente a él se abría el abismo, la nada.


Cuando Nem emergió de nuevo bajo aquella luz etérea que le era tan familiar, supo que jamás volvería a ver al pequeño Énar. Mientras subía por la colina, el atardecer perpetuo del cielo le pareció el más irreal de todos los que había vivido. 

Abrió la puerta de la valla, muy despacio. Contempló el huerto que había cuidado toda su vida, y lo vio vacío. Cuando cayó al suelo, no trató de levantarse. Sintió su cara mojada, y descubrió que estaba llorando, como había hecho aquel niño perdido entre los mundos tanto tiempo atrás.

Lloraba porque algo más allá, el pequeño almendro de Énar había florecido.


  



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